RAZONES DEL NO AL CELIBATO
Susana MerinoDos posiciones contrapuestas tratan de encontrar en la Biblia argumentos explícitos que respalden la imposición o no del celibato eclesiástico. Es evidente al menos que son pocas, mínimas, las referencias que justifiquen la decisiva importancia que dentro de la iglesia católica se le ha venido asignando a través de los siglos.
Tanto dentro del Antiguo como del Nuevo Testamento son numerosas las exhortaciones a la caridad, al amor al prójimo, a la abnegación, a la hospitalidad, a la justicia, a la misericordia, a la paciencia, a la piedad o las prevenciones contra la ira, la mentira, el odio, el orgullo, la usura, la soberbia, la avaricia como "causa de todos los males" y a la que San Pablo califica como una "especie de idolatría", pero casi ninguna referente a la preferencia del celibato sobre la vida conyugal, a excepción de las recomendaciones, aunque no taxativas, del mismo apóstol a Timoteo (4.12 y 5.22) aconsejándole "castidad" y pureza. Sería injusto no reconocer que también Mateo hace referencia a la castidad (Mt.19,10-12) pero precisamente destacando su carácter de voluntaria.
Del Eclesiástico (Eclo 36.24) surge como más recomendable que el hombre no permanezca célibe, cuando dice: "El que tiene una mujer tiene ya el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a sí y columna en qué apoyarse"
En el antiguo testamento, la esterilidad y por consiguiente la incapacidad de engendrar vida, es considerada casi un oprobio y motivo de súplicas y de invocaciones a Yaveh para no morir sin descendencia. Y así desde Abraham y Sara, pasando por Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel y llegando hasta Zacarías e Isabel fueron bendecidos con hijos aun en edad provecta.
Creo que estos veinte siglos de cristianismo no han destacado lo suficiente el misterio del amor que se hace carne y espíritu convirtiéndonos en partícipes permanentes de la suprema creación y que desestimar la importancia de este don, cuya gratuidad estamos por otra parte lejos de valorar, constituye casi una ofensa para el mismo Dios que manifestamos amar.
Renunciar voluntariamente a estar dispuesto a generar nueva vida, cuando es el mismo Dios quien nos impartió el mandato de "creced y multiplicaos" no parece ser la mejor manera de honrarlo, aun cuando se esté inspirado por los más nobles fines. Cuánto más grave parece ser la imposición eclesiástica del celibato a aquellos seres que se hallan convocados a ejercer el ministerio y la pastoral cristianos.
Nadie con verdadera vocación sacerdotal debería verse obligado a renunciar al don más maravilloso que le ha otorgado ese Dios al que quiere consagrarse y que de seguro vería con buenos ojos, por decirlo de alguna manera, que esos seres capaces de amar al prójimo como Él nos lo pide puedan ser también transmisores de vida, de ejemplo, de esa profunda y altruista espiritualidad a que precisamente les convoca el sacerdocio.
En los primeros siglos del cristianismo no existía la dicotomía o sacerdote célibe o seglar casado, dado que Cristo no hizo sobre esa base acepción de personas y solo invitó a seguirle a quienes creyeran y compartieran su mensaje. Fue en los primeros Concilios, el de Elvira en España, luego el de Nicea (actualmente Turquía) y el de Tours en Francia los que fueron generando progresivamente la idea de que los sacerdotes, muchos de ellos casados, debían dejar a sus esposas y permanecer nuevamente "solteros".
Ello no obstó para que aún después hubiera hasta Papas casados o dispuestos a renunciar al Papado para casarse como lo hiciera el Papa Bonifacio IX, a principios del siglo II. Posteriormente los Concilios de Letrán I y II decretaron la nulidad de los casamientos clericales y ya en el siglo XVI el Concilio de Trento termina por establecer que el celibato y la virginidad son superiores al matrimonio, con lo que va perfilándose el canon que exige a los aspirantes al orden sacerdotal el voto de celibato.
Sin embargo, ya Juan XXIII en 1963, durante el Concilio Vaticano II, manifestó que el matrimonio es equivalente a la virginidad y hasta el Papa actual, cuando era Cardenal Ratzinger y profesor de teología en Ratisbona (Alemania) firmó en 1970 junto a otros ocho sacerdotes un documento que fue enviado a la Conferencia Episcopal de Alemania en el cual instaban a realizar una "urgente revisión" de la regla del celibato ya que es, a sus juicios, una de las causas de la escasez de candidatos al sacerdocio.
Recientemente la Junta Directiva de la Asociación de Teólogos Juan XXIII ha declarado también que: "Es necesaria la supresión del celibato obligatorio para los sacerdotes, medida disciplinar represiva de la sexualidad que carece de todo fundamento bíblico e histórico, que no responde a exigencia pastoral alguna". Una declaración más que pone sin duda de manifiesto que el problema sigue candente y pendiente de resolución.
En nuestras hermanas religiones conocidas como protestantes a partir del cisma luterano, sus pastores y pastoras (sin obligatoriedad celibataria) dan pruebas fehacientes de supervivencia, de espiritualidad, de compromiso humano sin que su fe se haya desvirtuado, ni sus comunidades diezmado, ni el servicio a sus fieles menoscabado. Baste recordar a figuras señeras como Martin Luther King considerado como uno de los mayores exponentes de la historia de la no violencia o el arzobispo anglicano Desmond Tutu, opositor y luchador contra el apartheid sudafricano, ambos Premios Nobel de la Paz en 1964 y 1984 respectivamente y tantos otros que siguen dando cotidianas muestras de abnegación, de amor al prójimo y de verdadero testimonio cristiano, sin renunciar al privilegio de la co-creación humana.
Susana Merino