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EL VÍNCULO ESPONSAL COMO VOCACIÓN Y MISIÓN

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Cuestionario del Sínodo.

Pregunta 3: ¿Qué se puede hacer para sostener y reforzar a las familias creyentes fieles al vínculo?

Pregunta 10: ¿Qué hacer para mostrar la grandeza y belleza del don de la indisolubilidad, a fin de suscitar el deseo de vivirla y de construirla cada vez más?

Pregunta 32; ¿Cuáles deben ser los criterios para un correcto discernimiento pastoral de cada situación a la luz de la enseñanza de la Iglesia, según la cuál los elementos constitutivos del matrimonio son unidad, indisolubilidad y apertura a la procreación?

Nota: Tratamos hoy solamente el tema del "vínculo como vocación". En otros posts, más adelante, trataremos sobre la apertura a la vida.

La pregunta 10 trata la indisolubilidad del matrimonio como don y vocación, valor y belleza, meta y construcción; pero la pregunta 32 la ve como elemento constitutivo del matrimonio. Se reflejan así dos talantes diferentes en la comisión redactora de la Relatio.

Antropológica y evangélicamente, la indisolubilidad es meta y horizonte del proyecto y promesa de los esposos. Canónica y magisterialmente, unidad e indisolubilidad denotan características de la unión con formalidad legal, civil y eclesiástica. Si el antiguo Derecho Canónico (1917) acentuaba la unión esponsal como contrato, el Nuevo Derecho Canónico (1983) acentúa la "alianza, consorcio de toda la vida", según el Concilio Vaticano II: "comunidad de vida y amor" (Gaudium et spes, n. 48: "communitas vitae et amoris".CIC, n. 1055: "totius vitae consortium").

El año pasado compartí el estudio del Sínodo con un grupo de los cursos de formación para el laicado, en el centro Shinsei: Verdad y Vida, de la diócesis de Tokyo. Eran personas con experiencia de vida matrimonial, preocupadas por la formación y transmisión de la fe, comprometidas con la renovación de la Iglesia. Respondieron al Cuestionario-Lineamenta para el Sínodo de 2014. Actualmente se reúne ese mismo grupo para estudiar el nuevo Cuestionario-Lineamenta para 2015.

Recogiendo las primeras impresiones de dicho grupo de trabajo sobre el cuestionario actual contrastado con el anterior, resumían así: "En el anterior predominaba la preocupación por hacer comprender qué es de ley natural y cómo hacer aceptable el magisterio eclesiástico. Pero el segundo cuestionario insiste en dos puntos; 1) preguntar por la experiencia e iniciativas de los matrimonios, y 2) escuchar el mensaje evangélico. Por ejemplo, el cuestionario actual ve la indisolubilidad, como un don, valor y tarea a construir, en vez de como mera nota jurídica".

Esta observación me dio qué pensar sobre el "vínculo", según las preguntas 3 y 10, arriba citadas. Para responderlas adecuadamente necesitamos escuchar dos voces:

1) La voz de las parejas que viven con sentido su compromiso con el valor del vínculo esponsal, reconociendo su satisfacción y sus dificultades.

2) La voz de la reflexión antropológica sobre la indisolubilidad como meta de llegada, en vez de punto de partida, y sobre la unión esponsal como proceso humano personal, no meramente biológico.

Los trámites que certifican el consentimiento se firman en un momento. Pero la unión de dos personas en comunión de vida y amor no es momento, sino proceso. Se tarda toda una vida en realizarlo, no siempre se logra, a veces se retrasa, se interrumpe o se vulnera. Requiere, en unos casos, reconciliación; en otros, rehacer el camino de la vida; en todos, sanación. La boda es un momento, pero el matrimonio es un proceso.

La indisolubilidad matrimonial (no jurídica, sino antropológica y evangélica) no es un carácter sellado a fuego como la divisa de un toro de lidia, sino una meta, fin y horizonte del proceso para hacerse una persona en dos personas. "Serán los dos un solo ser" (Gen 2, 24; Mt 19, 4). Es decir, lo serán... si realizan esa unión a lo largo de la vida, pero no lo son ya automática y mágicamente en este instante de decir "sí, quiero".

Hacer que, mediante la realización de la unión, la promesa se convierta en realidad indisoluble es una vocación y una misión.

Nótese que la Iglesia habla actualmente de vocación y misión para comprender la unión matrimonial: vocación de amarse y ayudarse a crecer; misión de unirse y hacer de dos uno; vocación y misión de crear vida, familia y convivencia social.

En otro tiempo la Iglesia hablaba de vocación para referirse a la opción por la vida religiosa o consagrada. Hoy no se ven ambas opciones como contrapuestas. Ambas son vocación y misión, que tarda una vida en realizarse y, a veces, no se logra o se frustra.

Por cierto, la Iglesia admite razonable y responsablemente, el cese del compromiso de los votos religiosos ("salir de la congregación religiosa con la debida dispensa") o de la opción por el celibato en el sacerdocio ministerial ("salir del estado clerical con dispensa del celibato"). No es obstáculo para ello la teoría teológica sobre lo que ha llamado el "carácter sacramental", que el sacramento "imprime carácter". Del mismo modo podría admitirse también razonable y responsablemente el divorcio y reconocerse una nueva unión, tanto civil como canónica y sacramental.

Este es el paso que debería recomendar el Sínodo en sus propuestas al Papa. Este es el problema principal que hay detrás del debate desenfocado sobre dar o no dar la comunión a católicos divorciados y vueltos a casar civilmente.

Por eso parece insuficiente la propuesta de limitarse a facilitar las declaraciones de nulidad, sino de reconocer que, aunque la promesa fue auténtica, válida y lícita, se ha producido una ruptura irreversible en su realización "hasta que la muerte los separe" (la muerte física o la muerte de la construcción del vínculo, la muerte del proceso de consumación de la unión).

También parece insuficiente la propuesta del cardenal Kasper de un camino penitencial con condiciones para admitir a los sacramentos a esas personas, pero sin cambiar la concepción de la indisolubilidad, ni admitir la evolución fiel y creadora de las doctrinas.

Casarse y divorciarse ante la Iglesia

En el reciente sínodo de obispos contrastaban dos posturas: unos, en nombre de la indisolubilidad matrimonial, negaban el "acceso a los sacramentos a personas divorciadas y casadas de nuevo civilmente"; otros, apostaban por "acogerlas pastoralmente, pero sin cuestionar la indisolubilidad". El consenso entre ambos parece pagarse no tocando la indisolubilidad.

Otra alternativa minoritaria repiensa el sentido de la unión matrimonial, admitiendo evolución en la doctrina: la indisolubilidad no sería principio abstracto y punto de partida, sino meta de llegada del proyecto concreto de unión de los esposos. Esta propuesta integra lo existencial, lo jurídico y lo religioso, apoyando la promesa desde la conciencia, la legalidad y la fe.

Casarse es verbo intransitivo. Nadie "los casa". Se casan los cónyuges, protagonistas del compromiso de amor para hacer de dos personas una. Formalizan su promesa ante la sociedad, ante la Iglesia, o ante ambas.

El consentimiento mutuo tiene un aspecto personal, como promesa; una expresión legal, como contrato; y, en el ámbito religioso, un rostro sacramental, como símbolo de trascendencia en el amor.

La ética protege la promesa. El Derecho ampara el contrato. La Iglesia testifica la gracia del sacramento. La ética personal protege la promesa, interpelando desde la conciencia e impulsando con el amor para animar a su cumplimiento. El Derecho interviene para garantizar el contrato y proteger la seguridad jurídica de cónyuges y familia. La Iglesia da fe de la gracia divina para que el símbolo sacramental arraigue y fructifique.

En caso de fallo irreversible, tanto la ética como el Derecho y la Iglesia desempeñarían las respectivas funciones para confirmar el cese de la unión y la posibilidad de un comienzo nuevo tras un divorcio responsable. Si se exige responsabilidad en las uniones de hecho y en los matrimonios civiles o religiosos, también será necesaria en separaciones de hecho, y en los divorcios civiles o religiosos.

Expresiones prudentemente cercanas a este último caso —aunque tímida y cuidadosamente diplomáticas en su expresión para evitar la persecución de los inquisidores— serían el camino de rehabilitación sugerido por el cardenal Kasper (El evangelio de la familia, 2014) antes de una posible bendición de segundas nupcias tras un divorcio.

Reconocer así un divorcio, a la vez civil y religioso, pondrá en guardia a teólogos y canonistas defensores de la indisolubilidad como doctrina tradicional de fe vinculante para la Iglesia. Pero doctrinas o tradiciones pueden y deben evolucionar en favor de la dignidad de las personas. Si san Pablo admitía una disolución "en favor de la fe", ¿por qué no admitirla "en favor de la dignidad de los cónyuges"?

La boda es momento, pero el matrimonio es proceso. La unión indisoluble es la verificación vivida y convivida, que no siempre se logra, de una promesa personal, reconocible civilmente como contrato y religiosamente como símbolo sacramental. Una reflexión antropológica, como la filosofía de Ricoeur, iluminaría la cuádruple característica de la promesa esponsal: responsable, vulnerable, reconciliable y —en caso de fallo irreversible— rehabilitable.

La sociedad, que testimonia y protege civilmente la unión, formaliza el divorcio con seguridad jurídica para los cónyuges y familia. También la Iglesia, que acompaña desde la fe el camino de la pareja, debería acoger los procesos de reconciliación y sanación, así como los de rehabilitación y nuevo comienzo.

En los telefilmes, las cámaras cuidan el dramatismo del "sí, quiero", sobre todo si el guion exige un "no" de la novia, con récords de audiencia por su espantada. Pero ni el "sí" de la pareja es un abracadabra productor del vínculo, ni el coito de una noche basta para dar el matrimonio por consumado.

La consumación "de manera humana", dice el Código Canónico (n. 1061), requiere toda una vida. En vez de usar la metáfora del yugo, más propia para bueyes que para personas, o la imagen del vínculo catenario que aprisiona, el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 48) calificó al matrimonio como "comunidad de vida y amor". "Serán una sola carne" (Génesis 2, 24) si se unen a lo largo de la vida.

Tal comunión no se logra por mera declaración legal o fusión corporal, ni siquiera por bendición religiosa. Requiere tiempo y, a veces, no se logra, se vulnera o se deshace. Unas veces por causa de uno de los cónyuges, con o sin culpa; otras, por causa de ambos; o de ninguno, sino por circunstancias externas.

Si la ruptura es reparable, se buscará la recomposición posible del proceso de unión vulnerado. Si es irreversible, habrá que buscar recursos de sanación para ambas partes y apoyos rehabilitadores para rehacer el camino de la vida. No debería extrañar que, así como hay matrimonio civil y religioso, pueda haber también divorcio civil y religioso. Casarse y divorciarse responsablemente son comportamientos humanos, civil y religiosamente confirmables; son atestación de compromisos personales, afianzables y protegibles, tanto por la sociedad civil como por la comunidad creyente.

 

Juan Masiá Clavel

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