LA MARSELLESA DE LOS CRISTIANOS
Eloy RoySiempre se ha puesto por las nubes la pequeñez de María y su admirable sumisión de "humilde esclava" del Señor. El famoso Magnificat, que el evangelio de Lucas atribuye a María, lo canta bellamente en su segundo versículo. Pero, lástima por nuestra tranquilidad mariana, sucede que el famoso Magnificat no tiene un solo versículo, sino nueve. Y entre ellos, el 52 y el 53, dicen cosas muy bravas que no dejan de sorprender:
El Poderoso "derriba a los potentados de sus tronos y encumbra a los humildes. Colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías" (Lc 1, 46-55)
¡Que atrevimiento realmente! Por algo ese cántico de la dulce María es a veces celebrado como la "Marsellesa de los cristianos", o sea el himno revolucionario de los seguidores de Jesús.
Esto me devuelve a la Argentina de los años 70, en plena dictadura militar. En una ciudad importante del interior, gente de todo el mundo está reunida en un espectacular congreso católico. El cierre del evento es simplemente apoteósico. Están allí todos los obispos del país. A sus pies, una marea humana, y en primera fila, el dictador Videla en persona, flanqueado por sus principales acólitos.
Videla es un piadoso católico de comunión diaria, y sus comparsas son igualmente católicos practicantes. Esos hombres, sin embargo, son monstruos. Pero poco importa.
La alta jerarquía eclesiástica (salvo escasísimas pero gloriosas excepciones), junto con los bien pensantes del país, los ensalza como mesías enviados por Dios para limpiar a la Argentina de todos los lobos que, bajo la piel de corderos amantes de la justicia y de los pobres, osan pretender que el cristianismo tiene que ver seriamente con la liberación política, económica y social del pueblo.
Para agradecer a Dios por ese congreso tan provechoso, la multitud enfervorizada se despide cantando el Magnificat de la Virgen con una fuerza capaz de hacer palidecer las trompetas del Juicio final. Pero, el Magnificat de ese día queda más cortito. Ha sido amputado de algo, justamente de los versículos 52 y 53, tan subversivos e irritantes para los oídos piadosos de los "artesanos de la paz" y de sus mesías.
Así que, en la despedida triunfal de aquel multitudinario congreso católico, el Dios de María que derriba a los dictadores para liberar a los oprimidos, y despoja a los ricos de sus bienes para dar de comer a los hambrientos, habrá sido olímpicamente ignorado. Simple "casualidad", sin lugar a duda...
Porque, como por casualidad, durante ese tiempo, en nombre de Cristo y de la civilización occidental, los mesías argentinos y sus numerosísimos seguidores matan a brazo partido, torturan y hacen desaparecer a miles de personas, además de echar al país a los brazos del neoliberalismo naciente que lo va a precipitar en el abismo en que todavía se halla hundido. Nadie osa levantar la voz.
Nadie, salvo un puñado de mujeres: las Abuelas y las Madres de la Plaza de Mayo. Esas mujeres parten de la nada y, con temblor y lágrimas y con sus manos desnudas, sin otras armas que el dolor en el hueco de su seno materno -de ese seno del que se ha intentado arrancar la vida misma de sus hijos, su nombre, su recuerdo, en fin todas sus huellas, hasta la huella misma de sus muertes- esas mujeres, sin otro recurso que su sed de verdad y de justicia, se enfrentan con el horror, con la soberbia y el terror del Estado omnipotente.
Son humilladas, ridiculizadas, difamadas, arrastradas por el barro. Algunas son secuestradas y desaparecidas como sus propios hijos. Pero resisten. Se mantienen de pie. Se niegan a agachar la cabeza o doblar la rodilla.
Muchas de ellas, en su mayoría pobres y hasta muy pobres, para no dejarse amordazar, no aceptarán las compensaciones económicas que la democracia les ofrecerá luego. En la adversidad más total, ellas encarnan la dignidad, la probidad, la integridad y una coherencia que no deja de asombrar.
Una sola cosa las empuja hacia delante: el sentimiento visceral de que sus hijos desaparecidos continúan viviendo en ellas mismas y que la justa causa por la que se han sacrificado es una causa sagrada llena de promesas para el país.
Esta idea las vuelve felices y radiantes en el desamparo, a menudo alegres y llenas de humor en la lucha, inteligentes, creativas, libres y abiertas a todos los grandes cambios necesarios para que su país, la humanidad entera y hasta el mismo planeta no estén más sometidos a los imperativos de la economía de los ricos, sino al servicio de la vida y de los derechos fundamentales de todos los seres humanos.
Hoy en día, en una Argentina que ha empezado a recapacitar, las Madres de Plaza de Mayo, gozan actualmente de reconocimiento y de una credibilidad bien merecida. Se han convertido en inagotable fuente de inspiración para un nuevo recomenzar de la vida de la nación. En medio de las ruinas, un nuevo país intenta penosamente reconstruirse. Los valores que marcan el camino de esa reconstrucción son los mismos que han sido la razón de ser de esas mujeres: la memoria, la luz de la verdad y la justicia.
Qué lindo sería si la Iglesia argentina, que durante tanto tiempo y tan gratuitamente ha despreciado y perseguido a esas admirables mujeres, se sacara las anteojeras y a su vez se inspirara en ellas. Porque la Iglesia es también una madre a la que se le arrancó violentamente al hijo único para crucificarlo.
Para ella, sin embargo, ese hijo no ha muerto. Al contrario, sigue viviendo más que nunca a través de ella. Y la causa del hijo, que era la causa de los pobres, la causa de la verdad y la causa de la justicia, sigue más que nunca cargada de promesas para la vida del mundo.
Si la Iglesia argentina imitara tan siquiera la mitad del compromiso y el espíritu de las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, los 15 millones de empobrecidos del país se lo agradecería eternamente y ella no tendría que buscar más qué hacer para evangelizar...
Las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, incluso con sus contradicciones, porque las tienen, pero menos que otros, me remiten poderosamente a la imagen de lo que probablemente debió ser la vida real, también con sus contradicciones, porque las tuvo, de María de Nazareth, la pura, la llena de gracia, la profetisa del Magnificat, la mujer encinta del Justo, encinta de la esperanza y de todo el futuro de la humanidad, madre del Crucificado Resucitado, humilde esclava del Dios que "derriba a los potentados de sus tronos y encumbra a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías".
Eloy Roy