MARÍA, MÍSTICA, PROFETA Y CREADORA
Paula DepalmaHoy se celebra, para iniciar un nuevo año, la fiesta de María, con el título de Madre de Dios. Está claro que este título encierra gran parte del misterio cristológico de un Dios hecho hombre. ¿Como se inserta esta mujer concreta del siglo primero en esta conjunción de historia y acontecimientos trascendentes que conjugan lo divino con lo humano y creatural? La apertura a la trascendencia, en el relato de Lucas, aparecería en un primer momento con el sí de María ofrecido ante el anuncio de una maternidad llena de gracia (Lc 1,26-45). Esta apertura inicial se concreta en el nacimiento de este niño en la familia de Belén (Lc 2,16-21), y se abre a más invitados, en este caso los pastores que se convierten en “evangelizadores”, es decir personas que “corren”, anuncian lo que ven y que, quienes los oyen, quedan admirados.
La figura de María, en este relato lucano, en contraste con los pastores, ni corre, ni anuncia. (Ya había corrido antes a visitar a su prima y a celebrar con ella las promesas de Dios). Como contrapunto a los pastores, se la presenta como quien recibe, acepta, acoge, guarda, medita… lo más hondo de la realidad. Reconoce lo divino en medio de lo humano y descubre la trascendencia en medio de una familia, dilatando su corazón ante la realidad que se le presenta. Podríamos decir que tiene una mirada mística sobre la realidad: entiende, percibe, destraba el tiempo, expande… Hasta que emprenderá, junto a su marido, una acción: dará el nombre de Jesús al niño, obedeciendo las indicaciones que había recibido. En general, los niños del entorno judío de esa época recibían el nombre del padre o de algún familiar cercano. El nombre de Jesús es un nombre especial y significativo, que le es dado -según este relato- en el rito judío de la circuncisión. Con este rito se abre y se señala la misión de este niño: “Dios salva”.
De esta manera, esta mujer concreta descubre y desatasca los designios salvíficos de Dios sobre la creación dando al niño el nombre con contenido salvífico. Ya lo había expresado esta acción salvífica de manera profética -según el relato previo de Lucas del Magníficat (Lc 1,46-55). Ahora lo confirma en el rito de iniciación de Jesús, dándole el nombre que le corresponde. Maria, según la presenta el evangelista, acompañará luego a Jesús a lo largo de toda su vida e incluso en su muerte y estará presente en Pentecostés junto a otras mujeres (Hch 2,1-13). Ser la madre de Dios implica en toda regla para estos textos ser mística y seguidora de Jesús, ser discípula y guía de otros, permanecer reunida con los apóstoles en espera del Espíritu y ser protagonista y creadora de comunidades creyentes. Si, como dice el Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa y que cada cosa tiene un tiempo (cf. Ecl 3), para María hubo un tiempo para meditar, un tiempo para proteger y cuidar, un tiempo de andar, un tiempo de consolar y un tiempo de festejar, un tiempo de convivir y un tiempo de crear. La Madre de Dios construyó así la historia abriendo caminos y acompañando a quien nombró con el nombre que bien representaba aquello que descubrió meditando en el fondo de la realidad y construyendo una comunidad llena del Espíritu. No era posible ser la Madre de Dios sin que su experiencia contemplativa se transformara en profética y sin que sus palabras (y su canto) fueran creadoras de las comunidades crecientes.
Paula Depalma