qué es Orar
Orar es entrar en sintonía con Dios. Hay muchas maneras de
hacerlo, y no se puede decir que ésta es mejor que
aquélla.
Hay oraciones individuales y comunitarias, basadas en
fórmulas hechas y espontáneas, cantadas y recitadas. Los
salmos, por ejemplo, son oraciones poéticas, de las que
casi un centenar expresan lamentación y/o denuncia y
otras cincuenta, alabanza.
No hay que caer en el fariseísmo de creer que mi oración es
mejor que la de los otros, como el caso de aquel fariseo
frente al publicano (Lucas 18,9-14).
Los occidentales tenemos dificultad para orar debido a
nuestro racionalismo. En general, quedamos en el umbral
de la puerta, entregados a la oración que se apoya en
los sentidos (música, danza, mirar vitrales o paisajes,
etc.) o en la razón (fórmulas, lecturas, reflexiones,
etc.).
Orar es estar en relación de amor. Como sucede en una
pareja, hay niveles de profundización entre el fiel y
Dios. Jesús sugirió no multiplicar las palabras. Dios
conoce nuestros anhelos y necesidades.
Unos oran como si Dios fuera sordo y distraído. Otros se
parecen a esa tía que llama y habla tanto, tanto, que mi
madre suelta el teléfono, sirve la comida y regresa, sin
que su ausencia haya sido percibida.
El mismo Jesús, según cuenta el evangelio, prefería
retirarse a lugares solitarios para entrar en oración.
“Jesús se retiró a la montaña para orar. Y pasó toda la
noche en oración a Dios” (Lucas 6,12).
En la oración es necesario entregarse a Dios. Dejar que él
ore en nosotros. Si tenemos resistencia a la oración es
porque muchas veces tememos las exigencias de conversión
que ella encierra.
Ponerse ante Dios es ponerse ante uno mismo. Como en un
espejo, al orar vemos nuestro verdadero perfil -las
dobleces del egoísmo realzadas, congojas acumuladas,
envidia enraizada, apegos anquilosados… De ahí la
tendencia a no orar o a hacer oraciones que no lleguen a
mostrar el reverso de nuestra subjetividad.
Los místicos, maestros de oración, sugieren que aprendamos
a meditar. Vaciar la mente de todas las fantasías e
ideas, y dejar fluir el soplo del Espíritu en el
silencio del corazón. Es un ejercicio cuyo método enseña
la literatura mística.
Pero es necesario, como Jesús, reservar tiempo para ello.
Así como la relación de una pareja se enfría si no hay
momentos de intimidad, del mismo modo la fe se debilita
si no nos recogemos en oración.
Oramos para aprender a amar como Jesús amaba.
Sólo
la fuerza del Espíritu ensancha el corazón. Por lo
tanto, una vida de oración obtiene garantía no por los
momentos que nos entregamos a ella, sino por los frutos
en la vida cotidiana: los valores reseñados como
bienaventu-ranzas en el sermón del monte (Mateo 5,1-12).
O sea, pureza de corazón, desprendimiento, hambre de
justicia, compasión, fortaleza en las persecuciones,
etc.
Quien ora trata de actuar como Jesús actuaría. Sin temer
los conflictos derivados de actitudes que contradicen
los antivalores de la sociedad consumista e
individualista en que vivimos.
Orar es dejarse amar por Dios. Es dejar que el silencio de
Dios resuene en nuestro espíritu. Es permitirle que él
haga su morada en nosotros.
Orar es cuestionarse a sí mismo. Centrado en Dios, el
orante se descentra de los otros, e imprime a su vida la
felicidad de amar porque se sabe amado.
Parafraseando a Job, antes de orar se conoce a Dios por
“oírle hablar”, después, por experimentarlo. Eso llevó a
Jung a exclamar: “Yo no creo. Yo soy”.
Frei Betto