PROFETAS
Para que
los hombres lleguen a su relativa plenitud
y se
acerquen a la verdad,
hay que
dejarles ser poetas.
La palabra “profeta” aunque es bella, ha quedado tocada
con el tiempo. El profeta no es un adivino que “ve” el
futuro. En el Antiguo Testamento, el profeta es un hombre de fe,
libre, de oración, que ve el presente, lo que está ocurriendo a
su alrededor, e increpa con libertad, a veces con terrible
indignación y temeridad, a la sociedad, a reyes y a sacerdotes,
a los palacios y al mismísimo Templo. La voz del profeta es, con
frecuencia, un trueno, una espada que no deja títere con cabeza.
De ahí que acabaran la mayoría apedreados, desterrados o
asesinados: Oseas es tenido como un necio y loco. Jeremías
acusado de traidor, llevado a la cárcel. Y tiene que huir.
Miqueas metido en la cárcel. Zacarías apedreado. Urías
acuchillado.
Los profetas no fundan sectas ni abandonan la fe israelita. Se
quejan desde dentro. Dicen su verdad desde dentro. A ninguno se
le pasa por la cabeza fundar otra religión ni otra Ley ni otro
Templo. Si son apedreados son apedreados dentro.
Los profetas son hombres obsesionados por Yahvé y lanzan un
grito de protesta por el uso que hacen los poderosos de las
tradiciones y de las creencias religiosas en nombre de Yahvé.
Es verdad que no sólo increpan a los poderosos. Pero la mayoría
de sus duras críticas se dirigen a ellos porque aplastan a los
débiles y se sienten invulnerables.
El profeta se empapa del presente, lo ve con ojos de fe y a
veces grita y protesta, y a veces consuela y anima.
Los profetas de Israel son perturbadores del presente y no
adivinos. A los profetas no los mataban o encarcelaban por
anunciar el futuro, sino por denunciar el presente.
Jesús sabía lo que era un
profeta. Conoció al último del Antiguo Testamento, y se
bautizó ante su presencia. Y comprobó que el poder no los
aguanta.
Sin duda, aguantar a un profeta es molestisimo. Y el poder, que
es muy sabio, o los mata o los incorpora a la nómina para que se
callen.
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